Con su mirada fija en el rostro de su amada, Emilio detalló la belleza que transpiraba aquella pálida joven, deliciosamente recostada en el sillón. Su cabello caía esplendoroso sobre sus delicados hombros, y más abajo, la húmeda señal, si respirara, gotearía su expiración sobre el cojín.
Emilio estaba satisfecho, pues sabía que ella no sería más de otro hombre. Acercó sus labios como una caricia sobre el oído derecho de la joven y le dijo: “si tan sólo me hubieses dicho que sí, no estarías dormida”. (LGL)
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