Panorama, 12/11/2009
“Las olas del Lago de Maracaibo parecían más negras que de costumbre. Tal vez ese fue el presagio de lo que ocurriría la noche del 13 de noviembre de 1939, cuando todo el pueblo ardió”.
La voz de María Romelia Arenas suena fuerte, ronca, sin ningún aspaviento, contrario a la precariedad del sonido que recibe en sus oídos, lo que obliga a gritarle.
Tiene 92 años de vida. Hace 70 años presenció la muerte de cerca, cuando se alzó el fuego por debajo del pueblo palafítico de Lagunillas de Agua, en la COL.
En los recovecos de su memoria aún perduran las escenas de terror, de angustia de cientos de hombres, mujeres y niños al desplazarse entre golpes y empujones por la rampa principal de madera que los sacaría de allí.
El camino unía al poblado con tierra firme, por encima del dique que construía la Venezuelan Oil Concession para evitar que el agua del Lago recuperara el espacio perdido por la extracción del petróleo.
Dos horas antes, pasadas las 6:00 de la tarde, María Romelia ya vestía la “dormilona” azul para irse a la cama en una de las viviendas más próximas a la costa, sin familia ni compañero, desde que llegó del estado Lara en busca de fortuna.
El trajín del día por lavar y planchar la ropa de los trabajadores petroleros de la incipiente industria, le obligaba al descanso temprano: “Fue un día normal, con sus comercios y bares abiertos desde las 7:00 de la mañana”.
El profundo sueño de Romelia fue interrumpido por el aullido de los perros que anunciaban la tragedia. Inmensas llamaradas devoraban la noche, el resplandor crecía. Ardían agua y petróleo, y se extendía sobre aquel pueblo palafítico.
“¡Dios mío, qué pasa!’, fue lo único que pensé, reaccioné y grité: “!Me voy a quemar!”
La angustia de aquel recuerdo se notaba en el rostro de la mujer. Cuenta que no vaciló ante el peligro: “De pronto me vi sola, sin saber hacia dónde correr, pero entre llamas y humo apareció una muchachita con un poncho azul, me dijo que la siguiera hasta la otra planchada de madera, lejos del fuego. Cuando viré para verla había desaparecido. Luego me di cuenta que había sido una representación de la patrona del estado Lara, la Divina Pastora, que me salvó del infierno”.
Rememora que la gabarra de obreros de la Venezuelan Gulf Company resultó insuficiente para trasladar a los que estaban más alejados: “En otra lancha tampoco cabía, y como muchos, me lancé al Lago para nadar hasta la orilla”. Ya en tierra, María Romelia, comprendió la magnitud de la tragedia: “Aún escucho los gritos de la gente quemándose, los rostros desesperados de los que fueron alcanzados por el fuego en el agua, en sus casas. Las madres con sus hijos en brazos eran carbonizadas por el petróleo ardiente.”
La anciana detiene su relato. Busca fuerzas para no llorar. “Hombres desnudos, otros con paños hasta la cintura se lanzaban al vacío desde el segundo piso del bar La Caña Dulce. Muchos murieron carbonizados, otros alcanzaban las orillas y se refugiaban con sus genitales al aire”.
“No olvidaré la tranquilidad que sentí ante el horror cuando el Ejército llegó para imponer la calma y sacar a los sobrevivientes. Escapé a casa de una comadre en Campito Blanco y regresé al otro día. Cuatro horas duró el incendio que se apagó solo. A la mañana siguiente se veían los pilotes de los palafitos y los cadáveres flotando”.
Esa impresión fue la última que vio Romelia de Lagunillas de Agua. “No regresé nunca, no podía volver, después del horror que vivimos”.
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