En 1508, cuando Alonso de Ojeda rondaba los 40 años, llegó a la costa de la actual Colombia donde se encontró una aldea indígena. El conquistador español ya había tenido malas experiencias con los nativos, por lo que no se confiaba ni siquiera de éstos a quienes encontró desarmados. De allí se llevó un puñado de jóvenes como esclavos, entre ellos una niña de 10 años cuyo nombre no podía pronunciar, por eso la bautizó como la reina de España, Isabel.
Atravesaron el Caribe y llegaron a Santo Domingo, donde los esclavos fueron vendidos, pero Ojeda conservó a la niña, a la que embarazó. Para la niña no había otra opción que quedarse con su captor, ya que se encontraba en otra tierra, entre desconocidos que hablaban un idioma completamente incomprensible para ella.
En 1515, atormentado por todos los crímenes atroces cometidos, Ojeda se internó en el Monasterio San Francisco de Santo Domingo. A este lugar no pudo entrar la pequeña india, ya adolescente, por dos razones: era mujer y era india, pues los europeos no reconocían como seres humanos a los nativos. Para ella, la situación era compleja, había parido 3 hijos del conquistador, de quienes desconocía su paradero. Seguía sola lejos de su casa y su familia, y la única esperanza de regresar estaba muriendo en un claustro católico.
Ojeda murió y con él murieron las esperanzas de la joven de volver a su casa. Lo despidió con llanto inconmensurable. Definitivamente no era amor. Ella murió de frustración, desaliento, soledad, de hambre y seguramente de alguna enfermedad como pulmonía.
No es la romántica historia de Pocahontas, es la historia de un pederasta que secuestró a una niña inocente, la embarazó y finalmente la abandonó a su suerte. Pensaremos en esta historia cuando veamos a los ojos a nuestras niñas.