Luis Gerardo Leal, diciembre de 2004.-
Un alemán llegó a Lagunillas para trabajar en la industria petrolera. Ansioso por conocer la cultura local, y a pesar de no hablar español, decidió emprender un recorrido por la zona.
Anduvo por varios kilómetros de carreteras, hasta que sintió hambre y se detuvo en un lugar atractivo por su chimenea con olor a pollo asado. Tomó asiento frente a una barra de metal oxidado, hizo algunas señas a la sudorosa muchacha que atendía y recibió un menú por demás incomprensible para él.
Para no complicar su selección, dejó caer su dedo sobre una de las palabras del cartón, la muchacha entendió y fue en busca del plato solicitado.
El extranjero quedó atónito al ver una figura rectangular, atada con un cordón, que ocupaba el centro del plato que le colocó la muchacha frente a él. Un envoltorio verdoso y húmedo causaba desconfianza en el comensal. “¿Qué será?” se preguntó, “¿Será lechuga? no creo, sería muy ingenioso para los nativos”.
Incómodo antes las miradas que le acechaban, aquel hombre se propuso comer todo el extraño alimento. Con cuchillo y cubierto, cortó un trozo y luchó para desenredarlo del cordón. Lo introdujo a su boca y sintió una cantidad de sabores que se mezclaban, hojas amargas con carne extremadamente condimentada.
Tragó con desagrado y repitió el mismo procedimiento unas cinco veces hasta que terminó con todo el alimento. Como no sabía si comerse el cordón, lo tomó y lo guardó en su bolsillo antes de llamar a la muchacha.
La joven retiró el plato y un par de billetes que el hombre colocó en la barra. Extrañada por no ver los restos de las hojas ni el cordón, miró a su cliente con curiosidad. “Buena comida ésta” dijo el extranjero. “Sí… es hallaca”.